EDIFICAR LA PATRIA
SOBRE EL VALOR DE LA VIDA POR NACER


Homilía de monseñor Luis Héctor Villalba, arzobispo de Tucumán,
en el Tedéum del 9 de julio de 2005


Textos: 1 Tim. 2,1-7; Sal. 127; Lc. 19,41-44.


1. Una antigua tradición nos congrega. Una urgente misión nos compromete

Nos hemos reunido en esta Iglesia Catedral para orar por nuestra Patria, cumpliendo así con una tradición que se remonta al mismo Congreso de Tucumán de 1816. Lo primero que hicieron los congresistas, después de declarar la Independencia, fue ir a la Iglesia a dar gracias a Dios y en esa ocasión pronunció la oración patriótica el insigne sacerdote Pedro Ignacio de Castro Barros, diputado por La Rioja. Hoy queremos hacer, desde lo más hondo de nuestro ser, una oración de acción de gracias por la Patria. Hoy venimos a implorar a Jesucristo, Dios y Señor de la historia, que ilumine nuestro camino y fortalezca nuestras almas.


2. La patria no es sólo el territorio: la pampa, la cordillera, los ríos y lagos, los bosques, los cerros y las colinas. La patria es algo más profundo. Patria viene de padre. Patria es paternidad, y toda paternidad es amable, es venerable.

El sentimiento patrio es un sentimiento muy hondo: es como la respuesta a la comunidad en la que hemos nacido y en la que nos hemos educado. La patria es una comunidad de personas con su historia, con su cultura, sus instituciones, su orden jurídico, que tiene una fe religiosa que le proporciona una visión del universo y la guía a lo largo de su historia. La patria es la lengua, son las costumbres, la educación que se trasmite en las familias, es la forma de vivir. La patria es una comunidad con sus principios éticos y morales que son no sólo aceptados, sino vividos por todos como una base fundamental de las relaciones recíprocas. La patria es el acerbo moral que se ha venido acumulando desde sus orígenes, es la convivencia compartida en las mismas modalidades y estilo de vida. Es el tesoro de las mismas tradiciones. Es la comunión en las mismas creencias.


3. Jesucristo amó entrañablemente a su patria. Hizo lo indecible para salvarla. La quiso cobijar con su misericordia como la gallina cobija a sus polluelos y los cubre con sus plumas. Cuando vuelve por última vez a su capital, donde iba a ser crucificado, al divisarla desde una colina cercana, se echó a llorar.

En el Evangelio de San Lucas (19, 41), que acabamos de escuchar, se nos muestra aquella escena en que Cristo,, mirando hacia Jerusalén, siente un gran dolor y se pone a llorar por ella. Es la tristeza de Jesús que mira a Jerusalén, centro y capital de su nación, y, al verla dividida y devastada, llora. Cristo lloró sobre Jerusalén, lloró por su patria, por su pueblo, por su comunidad. Cristo amó a su patria y derramó lágrimas cuando vio la desgracia que caería sobre ella.


4. Congoja y esperanza son nuestros sentimientos en esta hora de la patria

Como Cristo, al mirar a la Argentina hoy, sentimos congoja. También como Él quisiéramos congregar a los excluidos de la sociedad por la pobreza, debida fundamentalmente a la desocupación. Congoja cuando pensamos en los hombres y mujeres, en los jóvenes y en los niños de nuestro pueblo. Congoja cuando constatamos que tantos hermanos nuestros no llegan a cubrir las necesidades primarias básicas, como son la alimentación, el agua potable, la vestimenta, la casa, el trabajo, la educación, la salud. Durante años he recorrido en Visitas Pastorales parroquia por parroquia, ciudades, pueblos, colonias y cerros: en todas partes he encontrado este panorama desolador. Están heridas nuestras familias porque en muchas de ellas el padre carece de trabajo y de una remuneración digna; está herida nuestra salud, por una atención cara y deficiente; está herida la educación por docentes mal pagados y dificultades para la asistencia escolar; está herida nuestra juventud, por una pérdida de esperanza y de posibilidades; está herida la ancianidad desprotegida; está herida nuestra justicia por la pérdida de confianza. Está herida la política por la pérdida de credibilidad. Pero por grave que pueda parecer todo esto, no es sino la superficie de un mal mucho más grave. Como tantas veces se ha repetido, padecemos una crisis no sólo económica y política, sino fundamentalmente moral. La causa de todos estos males es de orden moral. Se ha olvidado la ley moral que señala lo legítimo y reprueba lo ilegítimo. “La superación de la crisis que sufre el País exige el cultivo de los valores morales”, dijimos los Obispos argentinos en enero de 2002. La crisis moral de las conciencias es como un cáncer maligno que, desde el interior mismo del hombre, destruye su relación con Dios y con los demás y lo incapacita para una auténtica reconstrucción de la comunidad nacional mediante la obra de la verdad y la justicia. La verdadera democracia exige que la moral informe la vida de la nación. La grandeza de los pueblos se mide, en primer lugar, por sus fuerzas espirituales. Debemos volver a los Mandamientos. Los diez mandamientos recuerdan a los hombres los preceptos de la ley natural que, desde el comienzo, Dios ha puesto en sus corazones. Antes de ser escritos en tablas de piedra, los diez mandamientos fueron grabados por Dios en la conciencia y en el corazón del hombre. Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, obligan a todos y en todas partes. Nadie puede dispensarse de ellos. Los mandamientos se dirigen tanto a los hombres de ayer, como de hoy y a los de mañana, porque compendian las exigencias éticas que son propias del hombre de siempre.


5. Pero, a la vez, tenemos esperanza

Esperanza en las reservas espirituales de nuestro pueblo y en su generosidad; esperanza en muchos ciudadanos que quieren alentar la ética y la honestidad y que quieren construir una patria mejor; esperanza por el aumento de la conciencia social y de iniciativas en la sociedad. Esperanza porque “En nuestra patria subsisten, a pesar del desgaste social, algunas reservas de valores fundamentales: la lucha por la vida y la defensa de la dignidad humana, el aprecio por la libertad, la constancia y preocupación por los reclamos ante la justicia; el esfuerzo por educar bien a los hijos; el aprecio por la familia, la amistad y los afectos; el sentido de la fiesta y el ingenio popular que no baja los brazos para resolver solidariamente situaciones difíciles en la vida cotidiana. Todos ellos son signos de esperanza y nos alientan a proclamar una vez más el estilo de vida que inspira y propone el Evangelio” (Navega mar adentro, 28).


6.
La patria no comienza hoy con nosotros; pero no puede crecer y fructificar sin nosotros. Recibimos la patria como una tarea inacabada. Y nos toca a nosotros seguir recreando y construyendo la patria.

Todos nosotros somos constructores de la patria. Esta patria terrena que prefigura y prepara la celestial. Nos toca ser constructores de una patria más solidaria, más justa, más humana. Debemos preguntarnos: ¿Qué puedo hacer yo hoy por la Argentina? Todos podemos y debemos hacer algo. Cada uno de nosotros ocupa un lugar: en la escuela, en la universidad, en el comercio, en la fábrica, en las fuerzas Armadas o de Seguridad, en el campo, en la industria, en la empresa, en la política, en la justicia, en los centros de salud, en la Iglesia, en los medios de comunicación. Realizar en conciencia, es decir, ante Dios, fielmente, nuestro deber, es trabajar por la grandeza de la patria: “Hemos de aspirar a ser ciudadanos responsables de cumplir los propios deberes antes de reclamar los propios derechos” (Recrear la voluntad de ser Nación, marzo de 2003). Trabajar por la Patria es no anteponer intereses personales o sectoriales y buscar el bien común, el bien del país, sobre todo en esos hermanos nuestros que no llegan a vivir conforme a su dignidad de hijos de Dios. Edificar la patria: esa es nuestra tarea. Pero no sobre cimientos cualesquiera, sino sobre aquellos –perennes e inconmovibles– queridos por Dios:

- el valor de la vida, desde su concepción hasta la muerte natural;

- la persona humana “imagen de Dios”;

- la familia como célula primaria de la sociedad.

La patria no es un conglomerado de individuos, es una comunidad de familias. Las familias son los cimientos sobre los que se levanta el edificio de la patria.

No se puede hacer una patria grande y noble con una familia desintegrada. Es en la familia donde surge la vida, donde se aprende el amor, la convivencia, el servicio, la solidaridad, la paz, el respeto a los demás. Defender la familia de todo lo que la disgrega u oprime, ensalzar el alto sentido de la paternidad y de la maternidad, dar a los padres la conciencia de su sublime misión educadora, robustecer en todas las formas la vida del hogar, es hacer patria y trabajar por su grandeza. Edificar la patria: esa es nuestra tarea Sabemos que esta misión nos desborda. Ella requiere una sabiduría, una prudencia, una fortaleza de ánimo, una templanza, una esperanza que superan nuestras pobres fuerzas humanas: “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los albañiles” (Sal. 127,1). Por eso oramos y pedimos por nuestro país.

Ponemos, sobre todo, nuestra confianza, en la presencia activa de Jesucristo, Dios y Señor de la historia y en María, Mujer de la Esperanza, que desde Luján nos dice: “Argentina levántate y camina”.


Mons. Luis Héctor Villalba,
arzobispo de Tucumán

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